02 enero, 2010

DOMINGO II DE NAVIDAD. Efesios 1,3-6ss ; Juan 1, 1-18




BENDITOS EN EL HIJO




Estos días de tanta ternura desaprovechada, en los que estamos deseando ver a alguien para desearle felicidad, sin saber muy bien qué clase de felicidad apetece el otro o si, ni siquiera el otro está preocupado por encontrar la piedra filosofal de la alegría. En este tiempo, digo, de nuevo hay que recordsr que ser feliz es una manera de ser, un estilo de vida, un proyecto de conciencia que se va cumpliendo.



María encontró la felicidad en medio de las cruces constantes del convivir, porque había creído. Feliz porque se había fiado de Dios. Bendito es el fruto de tu vientre, le dijo Isabel. Y los meses que estuvo en su casa con ella, seguro que le daría muchas vueltas a esa bendición de la que ya estaba gozando sin haberle puesto nombre.



San Pablo nos advierte que hemos sido bendecidos por Dios en la persona de Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales. Bienes que solo pueden ser entendidos desde la Sabiduría de la que nos habla el Eclesiástico. Cuando se tiene la gracia de entender a Dios se es feliz, porque ese entendimiento nos anticipa el Paraíso y ya no se tienen ojos más que para la esperanza.



Que el Señor-Jesús nos dé esta noche ojos para vernos por dentro, un corazón nuevo para darnos hacia fuera y las pequeñas sabidurías diarias con las que ir componiendo el sueño de mañana.


LA PALABRA

En el alboroto incesante de todos los principios estaba la Palabra, como una criatura sublime que cambia de conversación según el apetito con que decidas escucharla.

¡LA PALABRA!

Dios dijo hágase la luz y se reconocieron a sí mismas todas las cosas del mundo. Y el mundo pudo verse, entonces, tal cual era, para siempre, desde el cristal infinito de Sus ojos. La Palabra primera que sólo escucharon los pájaros de aquellas conciencias fue: ¡Hágase la luz!, Habló Dios y lo que dijo fue un incendio en su boca, una infinita peregrinación de antorchas que nos ha hecho saber hasta qué punto la creación es una miniatura de la Palabra.

Cuando el hombre oscureció esa Palabra, Dios volvió a afilar su garganta, a renovar la leña de sus hornos: Hágase la misericordia, vayamos al mundo junto al Hijo, que el hombre vuelva a la sabia costumbre de la ternura. La segunda, la mejor, la definitiva Palabra fue Jesucristo, que vino a la vida vestido con la Palabra primera de la luz creadora y con ese otro decir suyo, infinito, desbordado, incalculable, amoroso y alto como el pecho del aire. Jesucristo, que apareció una mañana para dejarnos todos los besos que el Padre guardaba desde su eternidad, sujetos en la boca del tiempo.

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