30 enero, 2010

DOMINGO IV DEL TIEMPO ORDINARIO (Ciclo C) I Corintios 12, 31ss ; Lucas 4, 21-30




AMORES VERDADEROS, FALSOS AMORES








Escribe San Juan de la Cruz en su Cántico que no todos los afectos y deseos van hasta Él, sino los que salen de verdadero amor. A nosotros, nos cuelga siempre la pregunta como de un alto campanario: Cómo son, qué calidad tienen nuestros amores, porque San Pablo nos ofrece unos requisitos interminables, difíciles de cumplir, que convierten el amor nuestro de cada día en un vaso a punto de quebrarse. Según el apóstol éstas son las cualidades exigidas para que el amor pase el control de calidad: paciente, afable, que no tiene envidia, no se presume ni se engríe, no es mal educado ni egoísta, no se irrita, no lleva cuentas del mal; no se alegra con la injusticia sino que goza con la verdad. Disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites... Sólo el amor de Dios cumple con tanto músculo entregado; sin embargo, amores parecidos a los de Dios existen en la excepción de nuestro mundo. Como éste.
Se fueron a vivir juntos cuando ella tenía dieciséis años y él diecinueve. En su tierra, no tenían apenas pan y vacía la alacena del futuro. Vinieron a España y lo poco que traían ahorrado se lo robaron a la salida del barco. Sólo les quedaron sus ojos, la voluntad de sus manos, pero el corazón nunca hizo caso de los bolsillos. Se casaron en una iglesia de Zamora a los cinco años de estar entre nosotros. Cuando levantaron cabeza se les murió el único hijo que tenían y que vino a España con ellos en el vientre de la madre y en el barco... A los cincuenta años largos de cada uno me los encontré sin conocerlos en la esquina del tiempo besando un crucifijo. Quise preguntarles que por qué. Porque de la cruz nos ha venido la felicidad. De ella nos ha venido el amor.
Los otros, los amores de quita y pon que vemos hoy en las páginas de la vida, será difícil que guarden para las noches de la soledad, ese calorcillo de haber buscado y encontrado la luminosa verdad que se apoya en la madera de Quien nos enseñó a querer.




PROFETAS EN SU TIERRA




En su tierra, pocos milagros pudo hacer Jesús, apenas el milagro continuo de vivir. Debió asomarse muchas noches al horizonte del agua y sorber lunas de sombra, de incomprensión, lunas de silencio y desapego, lunas de envidia en los que habían crecido con él. ¿No es éste el hijo del carpintero?... ¿cómo puede ahora tener en las manos la gracia de curar?, ¿quién puede llenar de vida la fe que él trae?. Si fuera así nos lo hubiera dicho antes, antes nos lo hubiera demostrado... Y no creían en él... No comprendieron, como supo fray Juan, que pasó por ellos mil gracias derramando y que el muchacho que jugaba con ellos en la plaza era el Hijo de Dios que había ocultado hasta ahora su hermosura.
Estamos llenos de gente así. Seguimos creyendo que los niños de nuestros juegos continuan siendo muñecos de infancia. Pero siempre hay en el corazón y en nuestros pueblos profetas a quienes seguir, hombres y mujeres que se suceden todos los días en el milagro de querernos y de acompañarnos, amigos callados bajo el mismo sol de la fe en Jesucristo, a los que pocas veces les damos la importancia que merecen.

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