31 enero, 2015

DOMINGO IV del TIEMPO ORDINARIO. I Corintios 7, 32-35 ; Marcos 1, 21-28



HUIR DE LOS ESPEJOS

En mi generación se hablaba de la sexualidad apretando los dientes: fue la época en que más se vendieron dentaduras postizas. Luego vino la juventud con su descaro y nos enseñó a despuntar la palabra, a secar la llantina de los descuidos. Más tarde, una cierta indecencia de pensamiento nos abrió todos los deseos y nos hemos perdido en el laberinto de tanta carne desnuda. La vida se columpia en sus extremos y termina vengándose de sí misma.

San Pablo nos habla hoy con cierta prudencia sobre el celibato sacerdotal (deben o no casarse los curas?). Y lo hace a media voz, ya que al parecer algunos apóstoles estaban casados y con suegras diligentes. En otras ocasiones, el mismo apóstol ha aconsejado que los obispos sean hombres de una sola mujer... Por más razones o argumentos que queramos poner encima de las palabras, los sacerdotes hoy somos célibes porque Jesucristo lo fue. Otra cosa es que pueda mantenerse en el tiempo la decisión primera: argumentamos casi siempre en las caídas que la soledad es el descabello de la ternura.

La Iglesia sabrá en su experiencia de Madre y de Maestra por qué no es opcional el celibato en los curas. Ayer mismo, en Italia, un sacerdote predicó con inmenso respeto que dejaba el ministerio porque iba a tener un hijo a los cincuenta años con una señora de cuarenta y siete: seguiría ayudando a la Iglesia, amándola como un hijo entrañable... su feligresía se emocionó en aplausos.. La singularidad de cada uno se ve constantemente amenazada por demonios meridianos, por los estertores de tanta luz, porque es difícil detener el fuego cuando sale de fraguas que no conocíamos. Porque el alma, gracias al amor de Jesucristo, está bien acompañada, pero el natural suele estar desasistido. Para que participe el natural con la apremiante hermosura de Dios se ha de alcanzar la unión que los místicos enseñan; mientras tanto, pedimos candiles a la noche y alguien que nos alcance la luna, como Calígula, cuando se vio al final tan pobre.

Benítez Reyes nos recuerda en una espléndida novela que los gordos casi siempre huyen de los espejos. A los pecadores no nos queda más remedio que buscarlos para corregir con paciencia la debilidad.

Cada día tiene su afán y cada asombro su respuesta.

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