04 noviembre, 2005

DOMINGO XXXII del Tiempo Ordinario Mateo 25, 1-13



MORIR, AL FIN Y AL CABO

Que es hereditaria, es lo único que sabemos de la muerte, escribe el maestro Alcántara. Pero morir es también decir adiós al niño que fuimos, entregar cada tarde los pañuelos de la mañana, despedir la intensidad de humanos amores. Morir es recoger la sombra de lo que fue luz un día.

Sin embargo, los místicos celebran la muerte como si se abrieran de pronto "los ojos deseados" y ya no hiciera falta más que una eternidad donde sostener la ardiente fijeza de esa mirada. Para ellos, la muerte es amanecer, atravesar el aro de la vida. Comenzar. Porque todo depende de lo que se deja y de lo que se aguarda. Morir, al fin y al cabo, será como asomarse a una ventana y llenarse de sol.

LOS OJOS DEL CENTINELA

Ya que es inevitable, conviene hacer un pacto de amor con la muerte. Jesús lo declara en el evangelio de hoy con la parábola de las vírgenes despiertas y de las vírgenes dormidas. La mejor manera de pactar con la muerte es asomarnos, con frecuencia diaria, a ver cuánto ha bajado el aceite de nuestras cántaras. Vigilar el comportamiento de nuestra voluntad, la fidelidad a los empeños, las necesarias maneras de la caridad, de qué forma seguimos siendo fieles. Asomarse a las cántaras es asomarse al evangelio y medir con apetito el seguimiento a Jesús.

Cuando los niveles del aceite se mantienen adecuadamente, está garantizada la maquinaria del amor. La dignidad del hombre está en su muerte, refería Vicente Aleixandre, sin embargo yo creo que esa dignidad de la última hora tiene mucho que ver con la dignidad de todas las horas.

De todas maneras, el que vive en Dios ya ha comenzado aquí su eternidad y su muerte ha de ser como el que cierra los ojos para verse por dentro.