EL
PAN INTERMINABLE
Van
solos. Caminan solos apoyados en su bastón desde el banco de la plaza hasta el
otro donde actualizan la libreta de las pensiones. Llevan consigo una antigua
tristeza y navegan aún sobre una ambigua esperanza. Pienso que han de
preguntarse más de una vez dónde viven, si viven, sus amigos de infancia, qué
otra cosa que no sea memoria puede alentarles a seguir dando pasos hacia qué
luz en qué destino… Son las conclusiones que obtuve en una fiesta del Corpus
tras preguntarme un anciano que en qué iglesia terminaba la procesión.
Pensé
entonces, y ahora, que la presencia de Jesús entre nosotros, en nosotros, nunca
acaba, que con Él no envejece la vida y nos lleva hasta el final, de banco a
banco, sin otros dolores que los días heridos por su ausencia. Nos ha de
quedar, por Él, el escaso garbo que a la vejez imprime la obligada renuncia de
no tener a mano ya, y haber tenido, las palabras sublimes de los primeros
amores, aquello de “yo no podría vivir sin ti”, venido de unos labios que no se
dejaban besar por si fuera pecado.
Ah,
la vida gastada sin cumplirse los sueños.
Uno
de los pasajes más llamativamente conmovedores del evangelio es aquel en que
Jesús ya no nos llama siervos, sino amigos, para poder contarnos sus secretos y
vernos en el estanque de su cielo reflejados, como inmortales pájaros que
danzaran en el aire sin ahogo. El Pan de su Cuerpo que hoy sale a las calles,
es la mano grande del amigo que se da a comer para que no muramos en la escasez
del abandono, para que no nos sorprenda el invierno sin bufandas. Para que
recordemos que hay otras bocas y otras hambres sin nosotros.
PAN
para los amigos, sin que se canse la mano ni se agote la harina.
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